Una vez más, era la misma mañana. Su hastío era inminente,
así como su lejanía. Él volvía a encontrarse con aquel periódico que todas las
mañanas le hacía compañía. Ella, ahogada en un permanente letargo, ya no sabía
más qué hacer con su situación.
Años habían pasado. Era la dinámica de su patético
matrimonio. Aquel matrimonio que por conveniencia se había realizado y por
apariencias se había mantenido. Imperativo era arreglar su relación; más a
estos dos ya no tan jóvenes, les costaba tomar cartas en el asunto.
Esa tarde, ese día, no habría de volver a ser lo mismo. Sí,
fue aquel el momento en que habría de encontrar al amor de su vida, al
verdadero latir de su corazón y la antes inexplicable razón de su existencia.
Fue ahí, no muy lejos de su casa, simplemente a unas cuadras, que la vio a
distancia, sosteniendo una sombrilla amarilla para protegerse del sol, esperando
cruzar la avenida. Todo se nubló alrededor. Como en los viejos clichés
románticos, de repente no había nada más que ella en todo el mundo.
No dudó en acercarse de impulso, buscando la más mundana
excusa para preguntar su nombre y no dejarlo ir nunca. Olivia, resonó en sus
oídos casi entre coros angelicales. Ella se sonrojó inocentemente antes de
continuar su camino. No soltó mayor información al extraño a pesar de su
impaciente insistencia.
“Olivia, Olivia.” –
repitió en su cabeza.
No olvidará jamás lo que es amar a alguien por aunque sea un
segundo.
Ana Mora, 2013
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Inspirado en la pintura “Habitación de Nueva York” de Edward Hopper, 1932. |
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