Un día cualquiera en la preparatoria. Todos en el patio o en
los pasillos, platicando, riendo, jugando, molestando a los demás. Sonaba la
campana para marcar el inicio de la clase, caminando a un paso lento, no
queriendo entrar al salón, ese salón color salmón, apretado, caluroso, ese
salón que odiábamos el año entero. La maestra seguía sin llegar, algunos
sacaban sus libretas mientras tanto, otros, seguían platicando o bromeando,
otros echados sobre el pupitre durmiendo. Yo al fondo, en mi mundo como
siempre, escribiendo no sé qué en alguna libreta.
Alguien grita, todos se paran haciendo más ruido. En
realidad, nadie sabía por qué, hasta que muestran una pistola. Entre todo el
alboroto, ni si quiera alcanzo a ver la cara del portador, sólo la pistola.
Empezó a dar órdenes que todos seguían al pie de la letra, luchando contra el
estrés. Nadie llegaba a auxiliar.
Preguntaban qué quería, qué ganaba con esto. Sólo se reía.
No sabía quién era, jamás lo había visto, ¿cómo lo habían dejado entrar a la
escuela? Cerraron la puerta del salón. Todos se alteraron más. Soltó un
disparo, no supimos si a propósito, alcanzó a herir a una amiga. Ahora sí era
en serio. ¿Nadie vendría a ayudar?
Varios corrieron para forcejear la pistola, lo golpearon, la
soltó. La fueron pasando de mano en mano hasta estar del otro lado del salón en
mis manos. No sabía qué hacer con ella, así que sólo saqué las balas mientras
los demás lo golpeaban. Mi amiga se seguía desangrando. Seguían sin venir a
auxiliarnos.
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Imagen obtenida de Diáspora Dominicana |
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